Si viajáis a Venecia en invierno, una de las cosas que os encontrareis con mucha probabilidad es la niebla. En veneciano, a esa niebla que envuelve la ciudad se le llama «caigò«.

A mí no me gusta el invierno. Me gusta el calor, el sol y los días largos del verano. El invierno es gris, apenas hay luz, los días son cortos y yo siempre tengo frío. No me gusta nada…excepto en Venecia.
Allí el frío también es húmedo y también se mete en los huesos. Recuerdo un año que éramos incapaces de estar en la calle más de media hora porque hacía un frío terrible. Una ligera brisa traía agua que se nos congelaba en la cara. Nada me hacía entrar en calor.
Pero no me importa. Es Venecia y allí ninguna incomodidad me afecta. Y además, está la niebla…

Os he hablado ya de la luz de la ciudad. De cómo cambia conforme el día avanza. Pues bien, cuando el día sale con niebla, algo altamente probable en los fríos y húmedos días del invierno, la luz es especial. Los edificios, el agua, los puentes, todo tiene otro color, otro matiz, todo se ve con esa pátina húmeda que acaricia la ciudad y la cubre con su manto para hacerla aún más bella y misteriosa.
Aquí en Zaragoza también hay muchas jornadas de niebla en invierno por las características de la ciudad, pero es más densa, más baja, más cerrada. En Venecia, la niebla parece suspendida sobre la laguna, quizá porque las estrechas calles le impiden penetrar hasta los edificios. Si sales al Bacino de San Marcos e intentas vislumbrar San Giorgio Maggiore o La Salute o la Punta della Dogana, apenas ves más que un leve boceto de ellos. Y a mí me parece preciosa, sí, también así.
Y ahora, imaginadlo de noche…

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